miércoles, 18 de septiembre de 2013

El hombre lobo

              La luna estaba a punto de salir. Nervioso, comprobó que todos los cerrojos de la puerta estuvieran echados y la ventana tapiada. De repente, un latigazo de dolor lo dejó postrado en el suelo. Ya empezaba. Sus escuálidos músculos se fueron hinchando grotescamente, su pálida piel se fue cubriendo por un vello más y más espeso, que se fue extendiendo por todo su cuerpo. Un dolor lacerante le recorrió la columna, obligándole a encorvarse y apoyar sus manos, ahora ya casi garras, en el suelo.

                Escrutó con sus ojos amarillos la estancia a oscuras. No había absolutamente nada. Se lanzó furioso contra la puerta, arañándola hasta que las garras le sangraron. Lanzó un aullido de frustración, que retumbó dolorosamente en la pequeña habitación sin mobiliario. Empezó a atacar los tablones que tapiaban la ventana. Tenía un hambre atroz. Pronto se dio cuenta que por las orillas era posible agarrar los tablones con los dientes y arrancarlos. Fue abriéndose paso con un ansia voraz. La luz de la luna se filtraba por los huecos que iba abriendo, animándole a seguir. Finalmente se lanzó contra el cristal de la ventana, rompiéndolo en pedazos.

                Atravesó el cristal y cayó a la calle con una suavidad sorprendente, seguido por una lluvia tintineante de brillantes esquirlas de cristal. Estiró su grotesco cuerpo y se dejó embriagar por la abundancia de olores y sonidos, por la magia de la noche. Se relamió los dientes y, con un aullido de satisfacción que resonó bajo la mirada de la luna, se lanzó a la caza.

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