La luna
estaba a punto de salir. Nervioso, comprobó que todos los cerrojos de la puerta
estuvieran echados y la ventana tapiada. De repente, un latigazo de dolor lo
dejó postrado en el suelo. Ya empezaba. Sus escuálidos músculos se fueron
hinchando grotescamente, su pálida piel se fue cubriendo por un vello más y más
espeso, que se fue extendiendo por todo su cuerpo. Un dolor lacerante le
recorrió la columna, obligándole a encorvarse y apoyar sus manos, ahora ya casi
garras, en el suelo.
Escrutó
con sus ojos amarillos la estancia a oscuras. No había absolutamente nada. Se
lanzó furioso contra la puerta, arañándola hasta que las garras le sangraron.
Lanzó un aullido de frustración, que retumbó dolorosamente en la pequeña
habitación sin mobiliario. Empezó a atacar los tablones que tapiaban la
ventana. Tenía un hambre atroz. Pronto se dio cuenta que por las orillas era
posible agarrar los tablones con los dientes y arrancarlos. Fue abriéndose paso
con un ansia voraz. La luz de la luna se filtraba por los huecos que iba
abriendo, animándole a seguir. Finalmente se lanzó contra el cristal de la
ventana, rompiéndolo en pedazos.
Atravesó
el cristal y cayó a la calle con una suavidad sorprendente, seguido por una
lluvia tintineante de brillantes esquirlas de cristal. Estiró su grotesco
cuerpo y se dejó embriagar por la abundancia de olores y sonidos, por la magia
de la noche. Se relamió los dientes y, con un aullido de satisfacción que
resonó bajo la mirada de la luna, se lanzó a la caza.